Barbuda, la isla atrapada en una disputa por su futuro turístico
Foto: Dan Merriam
Barbuda, la pequeña isla caribeña que alguna vez fue refugio de la princesa Diana, se encuentra hoy en el centro de una fuerte controversia. Lo que fue un retiro exclusivo y discreto en torno al legendario K Club, ahora enfrenta planes de transformación en un destino de lujo que dividen a autoridades, inversionistas y residentes locales.
Tras el paso devastador del huracán Irma en 2017, que destruyó gran parte de la infraestructura, el gobierno de Antigua y Barbuda impulsó proyectos de turismo de alto nivel como vía para reactivar la economía. Entre ellos destacan las inversiones de Robert De Niro, socio en el complejo Nobu Barbuda Beach Inn, y de Discovery Land Company, que desarrolla complejos residenciales y un campo de golf diseñado por Tom Fazio.
El ministro de Turismo, Charles Fernandez, sostiene que la visión es convertir a Barbuda en un destino de lujo de baja densidad, donde proyectos como Nobu y Rosewood se complementen con la belleza natural de playas vírgenes y santuarios de aves. “Se trata de un diamante en bruto que puede competir con destinos como Maldivas o la Polinesia Francesa”, afirmó.
Sin embargo, la otra cara de la historia refleja un profundo descontento. Activistas locales, como el biólogo marino John Mussington, presidente del Consejo de Barbuda, denuncian que el proceso de reconstrucción tras el huracán fue aprovechado para debilitar el sistema tradicional de propiedad comunal de la tierra, vigente en la isla desde el siglo XIX.
Ese modelo, consolidado en la Ley de Tierras de 2007, garantizaba que los barbudenses pudieran solicitar al consejo terrenos para construir viviendas o trabajar la tierra. Pero su derogación en 2015 y la posterior aprobación del Paradise Found Act, que abrió la puerta a megaproyectos turísticos, es vista por muchos como un “despojo legalizado”.
La tensión aumentó cuando el gobierno central impulsó un registro de tierras que obligaba a los residentes a demostrar con documentos su derecho de ocupación. Quienes no lo hicieran veían sus terrenos revertidos al Estado. Para activistas como Gulliver Johnson, esto constituye un “programa de venta de bienes raíces disfrazado de turismo” que amenaza la identidad y la autonomía de la isla.
Los desarrolladores, por su parte, defienden que las inversiones generan empleo y beneficios directos. El empresario Daniel Shamoon, socio de Nobu, asegura que el 90 % de los trabajadores en las obras son barbudenses y que su plan contempla preservar el 80 % de la isla como parque nacional. “Se trata de un pequeño grupo que hace mucho ruido, pero la mayoría colabora con nosotros”, indicó.
La disputa ha escalado a los tribunales: varios residentes han llevado su reclamo hasta el Privy Council en el Reino Unido, máxima instancia judicial para Antigua y Barbuda, argumentando que el gobierno carece de autoridad para vender o arrendar tierras en Barbuda sin la aprobación del consejo local.
Mientras tanto, proyectos como el Nobu Barbuda Beach Inn, que abrirá en 2026, avanzan junto con nuevas residencias privadas y desarrollos hoteleros. En contraste, iniciativas más pequeñas como el Barbuda Belle, un hotel boutique de ocho habitaciones operado en armonía con la comunidad, son vistas como ejemplos de equilibrio entre lujo y respeto a las tradiciones locales.
El futuro de Barbuda sigue en disputa. Para algunos, los nuevos complejos representan una oportunidad histórica para atraer turismo internacional y generar ingresos. Para otros, son el inicio de una pérdida irreversible de control sobre la tierra y la cultura. Lo cierto es que, detrás de las arenas blancas de Princess Diana Beach, se libra hoy una batalla entre la preservación de la identidad y la seducción de la inversión global.




